“Permaneced abiertos y permaneced presentes. Estad ahí con una atención total y que proceda exclusivamente del corazón.
No os aferréis (emocional, física o mentalmente) al moribundo. Aceptad por vosotros mismos y por el otro. Obrad de modo que él pueda separarse de vosotros por completo. No retengáis nada.
Repetid sin cesar que le amáis, que puede irse:
“Está muy bien así. Te dejamos ir. Te queremos. Ahora vete, abandónate”.
Tomad conciencia de las estrategias del moribundo y no les deis energía. En otras palabras: no os enfadéis, no os irritéis si el otro está alterado, si se pone exigente o desagradable. Comprendedle. Estad ciertos en vuestro corazón de que tiene miedo de soltar del todo, de abandonarlo todo, incluido su cuerpo, y de que, por eso, pueden manifestarse frustraciones, irritaciones o incluso rabia. No intentéis calmarle. No tengáis miedo de sus emociones: es preciso que se expresen.
No lo miméis. No lo tratéis como a un niño o a un bebé, o de una manera infantil. Desvelad la angustia que se oculta tras todas esas manifestaciones y dejadla que os resbale por encima; no os dejéis atrapar en ella. No entréis en discusiones. Es importante que el moribundo no tenga sentimientos negativos cuando, por el motivo que sea, salís momentáneamente de la habitación.
Sed conscientes de que un moribundo se vuelve más perceptivo, y de que ve, de que oye y de que es consciente; aunque vosotros no lo veáis, aunque ya no hable. No lo tratéis como a un niño, sino, mejor, como a un ser iluminado.
Tocadle el cuerpo. Acariciadle las manos, el pecho y la cabeza.
Sed suaves, tiernos, serenos, sensibles. Respetad el entorno del moribundo. Evitad elevar la voz, los ruidos fuertes, las discusiones, las conversaciones particulares. No os dejéis distraer por otras presencias.
Dejad totalmente a un lado vuestras preocupaciones y problemas propios. Estad totalmente presentes para aquel que está muriendo.
Manteneos lo más abiertos que podáis. No os metáis dentro de vosotros mismos. Permaneced abiertos para el otro.
Rodead el cuerpo de flores.
Procurad que haya una llama de vela. Que haya una fuente de luz que el moribundo pueda mirar. Los tibetanos siempre encienden todas las luces cuando muere alguien, para ayudar al alma a no perderse en las tinieblas.
Sed muy conscientes de que el sistema auditivo del moribundo funciona hasta el ultimísimo momento. Responded inmediatamente a las peticiones y deseos expresados. El moribundo es el que mejor sabe lo que es bueno para él.
La tristeza es buena, pero sed conscientes de que a lo que le tenéis miedo no es a la muerte, sino a lo desconocido que la acompaña. Considerad vuestra tristeza como vuestra propia angustia ante lo desconocido.
Tened presente en la mente que los sabios consideran la muerte como una fiesta, una celebración, como el final de algo antiguo y el principio de algo nuevo.
Haced lo más que podáis para estar felices delante del moribundo, por que se haya acabado la fase de esta vida (o el sufrimiento, si ha sido largo).
Haced lo más que podáis –y exigídselo a las instancias correspondientes–para que el moribundo pueda estar en su casa, si ha expresado tal voluntad.
Sed muy conscientes de que los sentidos de un moribundo permanecen afilados, aunque esté en coma o incluso lo hayan declarado “clínicamente muerto”.
Sentid gratitud hasta el fondo del corazón por poder estar con él. Asistiendo a eso es como mejor aprendéis a comprender lo ilusorio de la muerte.
Permaneced presentes para vosotros mismos todo el tiempo que estéis. Reflexionad sobre lo que significa morir para vosotros. No os pongáis a leer, sino meditad sobre la pregunta: ¿Qué quiere decir “estar muriéndose”?
Procurad que haya una música suave y adecuada. Sabed que el moribundo es el único que sabe cuándo ha llegado el gran momento del abandono. Así que tened paciencia. Seguid aceptando.
No dejéis de ser conscientes de que durante el proceso de la muerte se libera una gran cantidad de energía. Estad tranquilos. No entréis en pánico. Estad agradecidos. Las cosas son como son. Ayudad constantemente al otro a entrar dentro de sí mismo.
Quedaos cuando ya se han cerrado los ojos y el alma ha abandonado el cuerpo. Seguid abiertos y presentes. ¡No os retiréis!
No olvidéis que los sabios dicen que el alma ronda aún entre una semana y media y tres semanas alrededor del cuerpo “muerto”.
Si, después de la muerte, el rostro refleja desasosiego, acariciad la cabeza y dirigíos al alma en voz alta. REPETIDLE SIN CESAR QUE ESTÁ MUERTO, que se puede marchar, y ponedle en guardia contra eventuales “trampas”. Seguid diciéndole que siga la luz.
Cerrad los ojos y la boca (las mejillas) del muerto. En cuanto aparece en el rostro una expresión feliz, es que el alma ha encontrado su primer descanso.
Disponed muchas flores encima del cuerpo y a su alrededor. Hacedle una despedida realmente alegre. Mientras el cuerpo sigue expuesto, podéis seguir aún hablándole al alma. Todo está entendido ya, pero tenéis que repetirlo mucho.
Durante unos diez días, podéis seguir sintiendo la presencia del alma, dondequiera que os encontréis en el planeta. No le tengáis miedo.
Cuando el alma está desasosegada; en otras palabras, cuando no sabe muy bien dónde está o hacia qué tiene que ir, es posible que venga en vuestra busca. Nada temáis. Habladle con mucho amor. Mostradle el camino hacia la luz y seguid repitiéndolo.
Tras un fallecimiento, podéis sentiros muy cansados, pesados, depresivos. Unos diez días más tarde, el alma ha llegado a su lugar de destino y ya no puede ponerse en contacto con vosotros.”
Fuente: Christian Flèche en “Sentir para sanar”